En memoria de Enrique Rodríguez Panyagua

El número 42 de la Revista Encuentros publica un artículo de Efrén Abad con motivo de la muerte Enrique Rodríguez Panyagua. Los que no reciban la revista pueden leer aquí el texto de este artículo que juzgo sumamente interesante.


MENTOR ET MAGISTER  

Por Efrén Abad

EN MEMORIA DE ENRIQUE R. PANYAGUA

El padre Enrique Rodriguez Panyagua en Salamanca, años sesenta.

El padre Enrique Rodriguez Panyagua en Salamanca, años sesenta.

La muerte del P. Enrique Rodríguez Panyagua deja huérfana  a  toda  una  generación  de  discípulos suyos.  A la  luz  de  este  MAGISTER,   muchos centenares de adolescentes y jóvenes, de amigos y compañeros  aprendieron  a  descubrir  nuevas visiones del saber y a gozar del amplio abanico de la  expresión  creativa  y  estética.  El  profesor Panyagua alcanzó su prestancia no sólo por lo que él  explicaba,  sino,  sobre  todo,  por  lo  que  él inspiraba.  En su persona y en su vida de docente confluyeron dos pasiones: la pasión por transmitir todo su personal  bagaje de sabiduría y la pasión por  enriquecer  el  campo  intelectual  de  sus discípulos.  No  importaba  la  edad  o  el  nivel formativo  de  sus  alumnos.   Desde  el  sencillo escolar  procedente  de la  escuela  primaria  de un pueblo  desamparado  hasta  el  estudiante universitario  de  la  Universidad  Pontificia   de Salamanca, Enrique R. Panyagua alcanzó por igual el  excelso nivel  de dedicación total  del  maestro, del educador y del catedrático universitario.

Apenas  cumplidos  sus  veinticuatro  años,  lo conocimos en Tardajos y gozamos de él en aquella nuestra adolescencia como profesor de griego, de latín y de literatura española. Sus clases respondían siempre  a  un  entusiasmo  efervescente  por despertar  emoción  hacia  el  saber  en  aquellas mentes  rústicas  y  casi  yermas.  Todavía permanecen  en  mí  inolvidable,  tanto  el  empeño como la abnegación de aquel profesor tan joven. Él nos  implicaba  con  fervor  tanto  en  el  engranaje técnico de la asignatura correspondiente como en el curso mágico de sus contenidos. Aquellos  textos  griegos  de  la  antología  Helade nos ofrecían piezas clásicas de Homero, de Safo, de Jenofonte,  de Eurípides.

Con Panyagua no nos limitábamos  a  traducir  literalmente.  Él  convertía los textos en una fuente de vida.  Desentrañaba el mágico embrujo entre el  autor y la lengua hasta alcanzar  la  vivencia  del  joven  lector.  En  mi existencia vive incrustado todavía aquel  Canto II de  la  Odisea  cuando  Ulises  encomienda  a MENTOR, su fiel amigo, la educación de su hijo Telémaco antes de abandonar Itaca. El profesor, P. Rodríguez  susurraba  y  representaba  el  diálogo entre los personajes hasta llegar a las palabras de Atenea  en  la  figura  y  en  la  voz  de  Mentor: Telémaco,  no  serás  en  adelante  ni  cobarde  ni estúpido, pues tu viaje no va a ser infructuoso ni baldío.   Yo sentía que aquel profesor se erigía ya entonces como mi propio Mentor, que, al igual que el de la Odisea, sería mi consejero y mi preceptor.

Desde  aquel  día  consideré  a  Panyagua  como Mentor  de  mis  aspiraciones  durante  el  viaje incierto y nebulosos que apenas se vislumbraba en mi borrosa adolescencia.

El  estudio del  latín nos introdujo, con placentera densidad,  en  el  corpus  literario  de  Julio  César, Homero,  Virgilio,  Cicerón y Ovidio.   A Enrique Rodríguez  Panyagua  le  enardecía  la  Epistola  ad Pisones, hasta el punto de convertirse él mismo en un  Horacio  actualizado  ante  sus  pubescentes alumnos. Como si fuéramos la estampa exacta de aquellos hermanos Pisón, Panyagua nos inculcaba los  consejos  y  los  principios  horacianos  para infundirnos el  interés por la escritura a través de frases  de  Horacio  que  germinaban  en  nuestro campo recién labrado. Aquel Mentor de la Odisea se  transparentaba  aquí  como  el  MAGISTER  e instructor de aquellos adolescentes. Aún quedan en el  borrador  de  mi  memoria  algunas  de  aquellas frases como hitos de un camino a seguir  para la perfección de la expresión y de la escritura. Si  Horacio  era  el  praeceptor,  Virgilio  emergía como el gran magnate de la épica y de la lírica.

Las clases  de  Rodríguez  Panyagua  no  eran  simples amagos de enseñanza o información. Su cometido era  alimentar  los  espíritus  en  el  más  sublime concepto del verbo latino alere, que supone ofrecer nuevos  sabores   a  la  vida  en  formación  de  los alumnos.  Por  eso  sus  clases  alcanzaban  con frecuencia la categoría de experiencia vital. Así lo dejé  algunas  veces  escrito en aquel  embarullado diario de un muchacho quinceañero:

  • Desde hace días estamos traduciendo el Libro II de la Eneida.  Hoy  hemos  llegado  al  momento  en  que  Eneas,  antes de abandonar Troya, vuelve sobre sus pasos  para  rescatar  a su  padre  Anquises  y  a su  hijo Ascanio.  Con  emoción  el  P.  Rodríguez  nos  ha  hecho leer y declamar los versos con que Virgilio  describe el  suceso:  Care pater,  cervici  imponere   nostrae;  ipse  subibo humeris  nec  me  labor  iste  gravabit,…  quo  res  cumque  cadent,  unum  et  conmune  periculum. Anquises  acepta el ruego de  Eneas quien lo carga sobre sus anchos hombros y  avanza con el cuello agachado, subiectaque colla.  La declamación de este diálogo y la escenificación  de  la  escena  por  parte  del  profesor  me  han  producido alguna lágrima.

Así  eran  las  clases  de  Enrique  R.  Panyagua: ardorosas,  cercanas,  palpitantes.  Todo  cuanto  él proyectaba en el aula, lo convertíamos los alumnos en vida y lo amasábamos en nuestro horno interior. El profesor Paniagua era poseedor de una estética congénita.  Por eso vivía y expresaba el  concepto de belleza,  sobre todo, en sus clases de literatura. Su  recuerdo  en  este  sentido  va  ligado  a  la PRECEPTIVA LITERARIA  que él  compuso para sus  jóvenes  discípulos.  Esta  preceptiva  literaria que él  explicaba y rellenaba en sus clases,  es un reflejo  perfecto  de  su  personalidad  estética. Gracias a viejos apuntes y a otras recopilaciones posteriores  procedentes  del  mismo  autor  y  de algunos  otros  discípulos,  conservo  todavía  la trabazón esencial  de aquella  obra.  La  lectura  de este libro me traslada a las clases de Panyagua y me trasmite la resonancia de la voz de aquel profesor y maestro sin par.

Con Enrique  R.  Panyagua  aprendí  el  amor  a  la escritura.  Gracias a él,  la escritura y la lectura se han  convertido  en  el  más  efectivo  analgésico espiritual contra la vacuidad de la vida y contra mi propia  angustia  de ser.  Siempre  podré  decir  que cualquier redacción que ha brotado de mi pluma ha llevado, lleva y llevará en su médula una relación directa con la enseñanza y la persona de Enrique Rodríguez Panyagua. Mi adolescencia hunde sus raíces en aquel profesor que hoy se  erige como un vademécum lejano y presente  de  mi  existencia.  Tras  la  adolescencia, Panyagua  floreció,  otra  vez,  en  mi  juventud  de Hortaleza con sus lecciones de arte  añadidas a las clases de literatura. Más tarde lo encontré también en Salamanca, donde su presencia clareó de nuevo fructífera  y  entrañable.  Pasaron  los  años  y  con ellos  se  fue  deslizando  una  relación  epistolar continua, jugosa y fecunda. Enrique, tu muerte engrandece ante mí tu memoria hasta lo infinito y lo intemporal. Para mi espíritu y para mi  recuerdo permanecerás como el  aliciente perenne  de  un  ciprés  siempre  verde:  cupressus  semprevirens.

Efrén  Abad

Efren Abad y esposa. Encuentro de 2012

Efren Abad y esposa. Encuentro de 2012

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3 respuestas a En memoria de Enrique Rodríguez Panyagua

  1. Pilar Mujica dijo:

    que pena la partida del profesor Enrique R. Panyagua

  2. MANUEL ESCRIBANO GÓMEZ dijo:

    Yo también fui alumno del P. Panyagua en el Colegio Seminario San Vicente de Paúl, de Salamanca, en el año 69-70. Impartía la asignatura de Arte, en 3º-4º de Bachiller, y era un ser excepcional como persona y como profesor. Me he enterado ahora de su fallecimiento, y me uno al dolor por su perdida

  3. José Luis González García dijo:

    Me llamo José Luis González. Fui amigo de Enrique. Con frecuencia oíamos música en su piso de Salamanca. Conversábamos, le leía mis relatos. Por aquellos años yo era un joven estudiante de la facultad de «Trilingüe». Más tarde hizo el prólogo de mi libro «La bisagra». Me enseñó, sin duda, muchísimas cosas. Creo que en ese aspecto fui muy afortunado. Pero aunque aprendí tanto de él, mi aprecio personal por el hombre es, con mucho, mayor a mi admiración por sus conocimientos.
    No diré que era una persona de trato fácil, pero sí fue siempre, hasta donde yo sé, gentil y generoso, sobre todo con los más desvalidos.
    La belleza fue siempre el trasunto final de cuanto vivía. Espero sinceramente que, si tras la muerte hay belleza, esté disfrutando de ella en su máxima expresión.

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